Mientras íbamos
a esa boda Rubalcava me decía que no hay como un casorio para deshacer una mala
racha de varios meses sin vieja: “a lo que vienen se atienen —decía de las
muchachas que según él iban a estar en el jolgorio aquel— así que mejor se
previenen”. No por nada, pero a esa hora el bochorno se estaba poniendo color
de hormiga, por eso nos animó que, luego de un rato largo manejando entre esas terracerías
de dios, oímos unos como rezos y cohetes y música que bajaba y remontaba y que
nunca llegamos a saber bien a bien de donde venía. Luego de un rato no oímos
nada más y el caso es que de plano no terminábamos de llegar al lugar donde nos
dijeron que era el casorio. Puro campo mirábamos, puro campo y cielo raso.
Para nadie es un secreto que cuando
más tiempo se pasa uno manejando en medio del polvo y la canícula, más huele tu
coche a fritangas y menjurjes y ya para esa hora mi ranfla parecía que se cocía
por fuera y se comenzaba a poner como aguardentoso, negado para el servicio de
limpieza, lejano de los lavabos, de las cubetas, de los enjuagues, de los
grifos.
Y de nosotros ni qué decir: poco más
que nada nos duró el frescorcito del regaderazo que nos habíamos dado temprano
esa mañana. Puro maneje y maneje y nada del rancho aquel que nos dijeron y
menos de aquel cruce de caminos que era donde había que dar vuelta a la
izquierda y que se supone no iba a estar más que a unos quince minutos del pueblo,
donde según íbamos a encontrar luego luego la iglesia, para después irnos al
convite.
Pero nada, y tampoco naide a la vista
para preguntarle por dónde andábamos. Entonces mejor pensamos en regresarnos.
Mala idea, pues como todo estaba planeado para que don Leancho, que era el que
nos había invitado, nos aclarara cómo regresar al entronque que tomamos para
salirnos de la autopista pues ahora sin poder encontrarlo ni a él ni a un alma
otra cualquiera pues no pudimos hacer otra cosa que desandar el camino y más o
menos acordarnos por donde habíamos cogido para meternos a estos andurriales.
Entonces me acuerdo que oímos de nuevo ese murmullo que parecía de música de
jolgorio y como, por más que estirábamos los ojos no mirábamos nada por allí,
me empezó a venir como un poquito de nervios y para colmo me invadió una
somnolencia que me hizo sentirme todo lacio lacio: ¿no hasta le dije a
Rubalcava, entre dormido y despierto, que si mejor manejaba él?
Y no, no quiso el cabrón: que si ya
nos faltaba poco para regresar, que si mejor me hacía plática para que no me
durmiese (siendo que él ya estaba todo acurrucadito de tanto sueño que se le
vino encima). Y en esas estábamos cuando allá a lo lejos vi un coche que venía
de hacia donde nosotros íbamos ahora. Se le resbalaba el sol por todito su
cofre y llegué a sentir que me lastimaba su patina de puro ardiente que parecía
que estaba. Al verlo a lo lejos se me fue quitando el sueño. Pensar que no éramos
los únicos que andaban por ahí me devolvió a la sensación de que no era nada del
otro mundo andar perdidos en medio de la nada en un carro dos güeyes
despistados.
Ya se nos iba acercando el otro
coche aquel. “Qué vaciado —pensé cuando estuvo más cerca de nosotros—, también
es un tsuro gris y también parece todo traqueteado, igualito que nosotros”. “Y
también van dos compas en él”. Ya estaba a unos metros cerca nuestro. Como que
se balanceaba en medio de la resolana del mediodía. El compa al volante se
adivinaba muino y cansado, como yo mismo. Ya no me acuerdo de nada más, sino
que para entonces agarraba yo el volante por pura inercia y de que cuando
tuvimos ese otro tsuru enfrente noté un bulto del lado del chofer: ese bulto,
que estaba ladeadito y contrahecho, se alargó contra el vahído del aire y
entonces se vio que no era un bulto sino un pelado del que se vio su greñero y que
alzó la cara para mirarnos y cuando se nos quedó viendo yo a mi vez lo vi de
frente y era (lo juro) el mismito Rubalcava que me veía con sus ojos de gato
mientras el Rubalcava que iba a mi lado se alzaba de su lado donde él venía
sentado y se ponía a mirar a los del otro coche y miraba, creo, lo que yo no
podía entender ni saber qué demonios pasaba… Ya en ese momento no pensaba yo ni
sabía que hacía, lo único fue que me parecía estar como en la mitad de un sueño
y me dejé vencer por la somnolencia aquella que me volvió a invadir y mientras
se me iban cerrando los ojos vi que el güey que manejaba ese otro carro no era
otro que yo mismo que también, a su vez, veía lo que pasaba abriendo muy
grandes los ojos y se le notaba en su cara (mi cara o la de él o la de quién
sabe quién) un susto tan grande que mejor cerró los ojos para escaparse de lo
que estaba presenciando.
¿Para qué me pongo a pensar que si
fue verdad lo que nos aconteció? No me va a alcanzar ni el juicio ni me dan
ganas de aturrullarme la cabeza y nada
más pensarlo me empieza a invadir otra vez ese como vahído que sentí aquel día.
Mejor ni seguir la pista de ese embuste o lo que fuese que vivimos. El caso es
que cuando ya todo pasó, estábamos debajo de un puente al que llegamos no sé
como. No le dije nada a Rubalcava ni él me dijo nada a mí. Qué otra cosa íbamos
a hacer si nos sabíamos, ni él ni yo, ni siquiera que pensábamos y estábamos tan
espantados que creíamos que no nos escapábamos de un torzón tal que la boca se
nos iba a quedar torcida y estreñida y vuelta a un lado y dislocada y chueca
como los rayones que hacen los niños pequeños en sus cuadernos. Ya mejor olvidarse
de eso, al fin y al cabo, lo más seguro es que nunca pasó.
A ratos rulfianas algunas de tus frases y a ratos llenas de humor de algún escritor de quien no tengo referencia, tu texto mola dirían los españoles. No prometo nada pero espero algún día escribir también algo y compartirlo.
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