En este camión,
donde viajan diez o doce personas, no parece notarse algo diferente: gente que
viaja igual que tantas otras veces, con sus cosas al lado o puestas sobre las
piernas. Pasajeros que van hacia un lugar, desde equis sitio. Alguno de ellos
con un sombrero en buen estado, liso y lustroso para lucirlo y sentirse bien de
tener un sombrero casi nuevo. Los hay quienes duermen y uno que otro que mira
hacia afuera y sigue con la vista un camino que se va quedando detrás como escapándose
del escape de este camión destartalado e incómodo.
En este día sin más, sin imprevistos
ni apenas novedades, nada más me alcanzó a llamar la atención ese hombre que viajaba
con quien podría ser su hijo. Eran más o menos las cuatro de la tarde cuando
bajaron de aquel camión, en un lugar que uno pensaría no tendría ningún caso
bajar, sin casas, caminos o gente a la vista.
El hombre pidió la parada al chofer para
poder apearse y pagó su pasaje. Por la ventana se miraba un borde del camino
que se inclinaba y caía al fondo de la barranca, empinada y honda.
Bajaron los dos en un minuto y luego
se les perdió de vista.
Entonces, sin más razón que un ramalazo
de tedio, me dio por pensar que esos dos no eran pasajeros sin más en esa tarde
cualquiera. Esos dos vienen y van, pensé, una y otra vez, de un lugar que nadie
sabe, hacia un lugar como este, y se bajan en medio de la nada, al borde del
barranco, y luego desaparecen caminando tan ligero que cuando uno los busca ya
no hay nadie allí sino el camino a solas. Están en el camino como está un
borde, un bache, una curva o cuneta. No son como tú y yo, porque se les ve
comenzar a viajar y cumplir su camino, pero no van a vivir su vida después de
ese trayecto pues su existencia es este viaje, y nada más.