sábado, 27 de junio de 2015

Les presento uno de mis últimos trabajos. Se trata de un cuento cuya idea original surgió durante mi estancia de tres años en la Sierra Norte de Puebla. Me parece que requiere de algunos retoques (el título no es definitivo) para hacerlo más vívido y verosímil así que seguramente seguiré trabajando en él (se aceptan sugerencias).



El puerquero


Gerardo Baez Peralta





De verdad joven, todo esto, así como usted ahorita lo ve, todo esto era puro pedrerío. ¡En serio! Con decirle que era tan poquito lo que le sacábamos a esta tierra, que los de otros pueblos no se creían que viviésemos de nuestras parcelas. Y es que por aquí no remonta ningún río y siempre tuvimos mala suerte con las lluvias: si nos llovía tantito ya se había pasado el tiempo de madurar nuestra siembra y otras veces se dejaban venir los aguaceros. Mala suerte, pura mala suerte era lo que nos sobraba sin haberla sembrado, mala suerte y no otra cosa nos tocaba de cosecha.


            En Panotla, que está a media hora caminando, nos abastecíamos en un arroyito, pero eso cuando se podía, porque era de temporal y aunque estaba la fuente de agua de Cuautitlan, esa abastecía a los de Tetitla, y a esos cabrones nunca les pareció que agarráramos agua de allí según porque se podía muinar Santo Tomás, el patrono de su pueblo. ¿Jagüeyes? No joven, por aquí no sabemos que es eso.



            Teníamos un amele, sí un amele, ¿qué no sabe usted qué es eso? una como fuentecita de agua. Con eso y con achicuales, que procurábamos juntar cuando llovía, nos las arreglábamos fuera de la temporada de lluvias.


            Sí joven, estábamos jodidos, por eso se nos hizo tan raro cuando llegó por aquí un fuereño, porque ¿para qué iba a querer echar raíces aquí alguien llegado de quién sabe donde? ¿pa sufrir como uno? ¿Qué si lo llegué a tratar? Pos no, la verdad que casi no. Pero le puedo contar esa historia, si usted quiere. Todo mundo aquí le puede contar esa historia, aunque un poco cambiada según quien se la cuente, eso sí.


            Pos mire joven, yo no lo vi entrar al pueblo, pero ese día, ya de tarde, me saludo desde un lado de mi parcelita y me preguntó si yo sabía de un lugar donde pudiera pasar la noche. Me acuerdo que traía con él su chanchito de unas semanas que era más orejas que jeta. “Aquí cerca, con doña Nena, le pueden dejar una piececita. No va a encontrar otro lado donde le renten un lugar para dormir” le dije. Me dio las gracias y se fue a ver si doña Nena tenía un lugar para él.  


            Pero resultó que no, y es que el hombre no quería dejar al chanchito fuera de la casa. Si hasta le aclaró a doña Nena, cuando ella le preguntó que en cuánto dejaba al puerquito, que no lo vendía y que tampoco lo tenía para engordarlo y hacerlo chicharrón. Le dijo que lo tenía con él en lo que podía llevárselo a un compadre suyo que le había ayudado antes prestándole un semental que engendró al animalito. Total, que doña Nena no lo dejó dormir allí, con todo y su chancho. Dicen que esa noche durmieron en el escampado del Aquital. ¡Pobrecitos! ¡Allí hace un frío que engripa a lo bruto!


            Al otro día siguió dando vueltas por ahí con su chanchito detrás.


            Entonces fue que, en nadie sabe qué día de aquellos, el cerdito se le perdió.


            ¡A qué cosas! Habría usted de ver qué cara ponía cuando se acercaba para preguntar si uno bía visto su marranito. Días y días anduvo por entre las parcelas llamándolo una y otra vez: “puerco, cochinito, marranito” lo llamaba. Pero ya por ningún lado lo encontró.


            La gente de aquí nunca ha sido mala. Si acaso se les pegó lo descortés de tanto que se esforzaban con sus tierras y no poder sacarles más que para medio llenar sus barrigas. Por eso nadie le tomó importancia a un fuereño que iba de arriba abajo del pueblo buscando su animalito. Lo miraban pasar y le dedicaban una ojeada y no otra cosa, pa luego seguir tratando sus propias asuntos.


            Lo raro fue que a partir de ese día, muchos de nosotros comenzamos a oír, en medio del sueño de la noche, roncar un chanchito como si estuviera a un lado nuestro. Era un ruidito como un suspiro o como un ronroneo repetitivo y cansino que al rato te despertaba a mitad de la madrugada. No hacías gran caso y querías seguir durmiendo, pero al rato otra vez, como en un huequito de tus sueños, alcanzabas a notar el ronquido del puerco aquel.


            Aquí casi todo mundo tiene puercos en sus traspatios o hasta a un lado de sus zaguanes, por eso nadie decía nada a nadie de que un ronquido de chancho los despertaba en la noche: “Ese puerco cabrón ha de ser el de don Lalo”, pensaba don Justo, su vecino, y este pensaba lo mismo de don Lalo. El caso es que ser despertado por un chancho en la madrugada no le parecía a nadie nada del otro mundo.


            Fue Tanacio, el hijo de doña Efigenia, quien luego nos contó que el cochinito acabó amolándole varias noches con su ronquidito aquel y que hasta una vez, cuando soñaba con la feria del pueblo y se veía en pleno baile con Clarita Juárez, bien pegadita ella a él baile y baile los dos, de repente, los Reyes de la Sierra, en vez de oírse bien entonaditos, chapurreaban un lamentiiiito como chanchos quejándose juntos. Por fin, una noche que comenzó a oir el ronquidito otra vez y harto ya, cogió ánimo y salió a asomarse a su parcela pa ver si un chancho andaba por ai. Luego nos dijo que no lo vio, pero que lo oyó clarito como a media parcela y quiso averiguar si de veras era un chanchito u otra bestia o cosa y, como por más que aguzaba la vista no lo miraba por ningún lado, se dejó guiar por ese ronquidito que bajaba y subía como las calles de nuestro pueblo.


            ¿Cuánto habrá caminado el hombre tras ese ronquidito de chancho? ¿dos horas? ¿cinco? Depende de por donde fue metiéndose. Él dice que ni notaba por donde iba, que no más andaba y andaba, al principio seguro de que el chanchito estaba cerquita suyo y, luego de un rato, sin oír otra cosa más que los sonidos de la noche: chicharras, sapos y luciérnagas. Luego otra vez el ronroneo, tan cerquita suyo que parecía que se iba a tropezar con el marrano en cuanto diese un paso más.


            Por fin, luego de quien sabe cuánto rato, más muinado que otra cosa, alcanzó a distinguir una como manchita blanca entre un montoncito de troncos pudriéndose y sí, era un marranito, con su orejotas que le tapaban el hocico, bebe y bebe en una fuente de agua que rebrillaba con la luz de la luna. Quién sabe que le habrá dado más gusto, poder agarrar al animalito para darle chicharrón y ya dejara de fregarle sus noches o refrescarse el cogote con la agüíta aquella. Decidió lo segundo y más tardó en arrodillarse para tomar un sorbo de agua que el chanchito aquel en salir corriendo y desaparecer por entre el yerbal.


            Al otro día le platicó a Lucio, el juez de paz, lo que le había pasado la noche anterior: que bía visto un marranito y que casi seguro era el chanchito que el fuéreño buscaba y buscaba. ¿Y eso? Le preguntó Lucio. Allá por lo alto del cerro del Tequital —le contó Tanacio. Hay una fuente de agua allí.


−Si tú —le dijo Lucio— y también una Húngara bien pechugona ¿no?


−De veras, hay una fuente de agua bien fresquita ¿por qué no me crees?


−Todos conocemos ese rumbo, nunca vimos fuentes de agua por allí.


−Hay una, vamos orita mismo si quieres.


            Entonces nada más fue avisarle Tana a su jefecita que en un ratito volvía, para que todo mundo en el pueblo se enterara: “¿Cómo que una fuente de agua?”. “Será de agua puerca porque otra cosa no creo” decía uno, y también el otro. Pero allí se fueron todos, acompañando a Tana y al juez de paz, disque a mirar la quesque fuente de agua que había encontrado Tana. Yo creo que fueron más por echar una caminada y dejar sus cosas de todos los días, aunque fuera por un rato, pos a nadie se le hacia algo serio que por allí hubiese agua.       


            Pero sí, había agua allí.


            Ya se imaginará usted el jaleo que se armó. Hubo hasta quien se puso a chillar. Los que pastorean su ganado luego de llegar y mirarla y tragar un sorbito quisieron averiguar de dónde venía esa agüita y remontaron el cauce hasta dar con la fuente: un resquicio entre una laderita del mote. No faltó Don Vale, quien en sus tiempo fue buscador de agua a mirar qué tan buena era esa agua.


—¡Bendito sea Dios!— Dijo el viejo — Ya podemos abastecernos.


            ¿No me cree verdad joven? Nomás me dice que sí por llevarme la corriente. Así son ustedes, los de la ciudad, bien incrédulos y despreciativos con nosotros. No me crea pues, ni falta que me hace. Pero pásele, pásele, tómese onque sea un vasito de agua para mitigar esta pinche resolana. Va a ver que rica es la agüíta del arroyo del Puerquero. ¿No será usted de Tetitla o tendrá familia allí? ¿verdad? ¡Qué bien porque a esos cabrones nada de regalarles agua! ¡Ni una gota! ¡Que se busquen su propio puerquero los huevones!


jueves, 11 de junio de 2015


Me llama la tención como se queda rezagado de mi paso sin que yo me de cuenta. Camina tan de a poquito que en tan solo medio minuto, cuando volteas a mirarlo, ya lo tienes a varios metros detrás tuyo. Es él quizá como la gente de aquí, dedicada a la cosecha hoy; distrayéndose con la plática de la comadre mañana.