viernes, 19 de diciembre de 2014

A mitad del camino



En este camión, donde viajan diez o doce personas, no parece notarse algo diferente: gente que viaja igual que tantas otras veces, con sus cosas al lado o puestas sobre las piernas. Pasajeros que van hacia un lugar, desde equis sitio. Alguno de ellos con un sombrero en buen estado, liso y lustroso para lucirlo y sentirse bien de tener un sombrero casi nuevo. Los hay quienes duermen y uno que otro que mira hacia afuera y sigue con la vista un camino que se va quedando detrás como escapándose del escape de este camión destartalado e incómodo.
            En este día sin más, sin imprevistos ni apenas novedades, nada más me alcanzó a llamar la atención ese hombre que viajaba con quien podría ser su hijo. Eran más o menos las cuatro de la tarde cuando bajaron de aquel camión, en un lugar que uno pensaría no tendría ningún caso bajar, sin casas, caminos o gente a la vista.
            El hombre pidió la parada al chofer para poder apearse y pagó su pasaje. Por la ventana se miraba un borde del camino que se inclinaba y caía al fondo de la barranca, empinada y honda.
            Bajaron los dos en un minuto y luego se les perdió de vista.
            Entonces, sin más razón que un ramalazo de tedio, me dio por pensar que esos dos no eran pasajeros sin más en esa tarde cualquiera. Esos dos vienen y van, pensé, una y otra vez, de un lugar que nadie sabe, hacia un lugar como este, y se bajan en medio de la nada, al borde del barranco, y luego desaparecen caminando tan ligero que cuando uno los busca ya no hay nadie allí sino el camino a solas. Están en el camino como está un borde, un bache, una curva o cuneta. No son como tú y yo, porque se les ve comenzar a viajar y cumplir su camino, pero no van a vivir su vida después de ese trayecto pues su existencia es este viaje, y nada más.

domingo, 14 de diciembre de 2014

El dulce de la vida



El dulce de la vida

—Las alegrías, las palanquetas, las semillassss…
En un segundo, atrapo la voz resuelta de doña Aurelia antes de que se pierda entre los sonidos del centro de la ciudad.
—¿A cómo las palanquetas? —pregunto—
—A cinco
Hoy, como cada semana, ha aparecido esta mujer por estas calles a ofrecer sus dulces y semillas.
—Una, nomás quiero una —le aclaro mientras me extiende un paquete—
Los trozos de cacahuate de la palanqueta, con su tueste azucarado y meloso, se desgranan en mi boca: son aromas con recados que llegan desde mi infancia. Cae la tarde y varias luces cintilan dentro de los comercios y en las aceras. Me pongo a pensar entonces que estos dulces están ligados a mi como ese envoltorio que se queda pegado al dulce que desenvuelves anticipando su gusto a miel: ¿pues no mi abuela, mi madre y mis tías se dedicaron hace años a fabricar camotes para que mi abuelo se fuese venderlos allá por Veracruz y dos amigos míos de la uni se dedicaron a eso un tiempo?

Comiendo mi palanqueta me animo a preguntarle a la doña:
—¿De dónde es usted seño?
—De Tepeaca —sus ojos cafés me observan de reojo y el chamaco que la acompaña me mira también sin decir nada.
Ahora se va ya doña Aurelia. La semana próxima estará por aquí, espero, y por un minuto me pondré a saborear el dulce que me ofrece. No será nada más que un momentito de agradable pasar de una tarde cualquiera de mi vida.