sábado, 10 de noviembre de 2012

A distancia ya de una mirada



Mientras íbamos a esa boda Rubalcava me decía que no hay como un casorio para deshacer una mala racha de varios meses sin vieja: “a lo que vienen se atienen —decía de las muchachas que según él iban a estar en el jolgorio aquel— así que mejor se previenen”. No por nada, pero a esa hora el bochorno se estaba poniendo color de hormiga, por eso nos animó que, luego de un rato largo manejando entre esas terracerías de dios, oímos unos como rezos y cohetes y música que bajaba y remontaba y que nunca llegamos a saber bien a bien de donde venía. Luego de un rato no oímos nada más y el caso es que de plano no terminábamos de llegar al lugar donde nos dijeron que era el casorio. Puro campo mirábamos, puro campo y cielo raso.
            Para nadie es un secreto que cuando más tiempo se pasa uno manejando en medio del polvo y la canícula, más huele tu coche a fritangas y menjurjes y ya para esa hora mi ranfla parecía que se cocía por fuera y se comenzaba a poner como aguardentoso, negado para el servicio de limpieza, lejano de los lavabos, de las cubetas, de los enjuagues, de los grifos.
            Y de nosotros ni qué decir: poco más que nada nos duró el frescorcito del regaderazo que nos habíamos dado temprano esa mañana. Puro maneje y maneje y nada del rancho aquel que nos dijeron y menos de aquel cruce de caminos que era donde había que dar vuelta a la izquierda y que se supone no iba a estar más que a unos quince minutos del pueblo, donde según íbamos a encontrar luego luego la iglesia, para después irnos al convite.
            Pero nada, y tampoco naide a la vista para preguntarle por dónde andábamos. Entonces mejor pensamos en regresarnos. Mala idea, pues como todo estaba planeado para que don Leancho, que era el que nos había invitado, nos aclarara cómo regresar al entronque que tomamos para salirnos de la autopista pues ahora sin poder encontrarlo ni a él ni a un alma otra cualquiera pues no pudimos hacer otra cosa que desandar el camino y más o menos acordarnos por donde habíamos cogido para meternos a estos andurriales. Entonces me acuerdo que oímos de nuevo ese murmullo que parecía de música de jolgorio y como, por más que estirábamos los ojos no mirábamos nada por allí, me empezó a venir como un poquito de nervios y para colmo me invadió una somnolencia que me hizo sentirme todo lacio lacio: ¿no hasta le dije a Rubalcava, entre dormido y despierto, que si mejor manejaba él?
            Y no, no quiso el cabrón: que si ya nos faltaba poco para regresar, que si mejor me hacía plática para que no me durmiese (siendo que él ya estaba todo acurrucadito de tanto sueño que se le vino encima). Y en esas estábamos cuando allá a lo lejos vi un coche que venía de hacia donde nosotros íbamos ahora. Se le resbalaba el sol por todito su cofre y llegué a sentir que me lastimaba su patina de puro ardiente que parecía que estaba. Al verlo a lo lejos se me fue quitando el sueño. Pensar que no éramos los únicos que andaban por ahí me devolvió a la sensación de que no era nada del otro mundo andar perdidos en medio de la nada en un carro dos güeyes despistados.
            Ya se nos iba acercando el otro coche aquel. “Qué vaciado —pensé cuando estuvo más cerca de nosotros—, también es un tsuro gris y también parece todo traqueteado, igualito que nosotros”. “Y también van dos compas en él”. Ya estaba a unos metros cerca nuestro. Como que se balanceaba en medio de la resolana del mediodía. El compa al volante se adivinaba muino y cansado, como yo mismo. Ya no me acuerdo de nada más, sino que para entonces agarraba yo el volante por pura inercia y de que cuando tuvimos ese otro tsuru enfrente noté un bulto del lado del chofer: ese bulto, que estaba ladeadito y contrahecho, se alargó contra el vahído del aire y entonces se vio que no era un bulto sino un pelado del que se vio su greñero y que alzó la cara para mirarnos y cuando se nos quedó viendo yo a mi vez lo vi de frente y era (lo juro) el mismito Rubalcava que me veía con sus ojos de gato mientras el Rubalcava que iba a mi lado se alzaba de su lado donde él venía sentado y se ponía a mirar a los del otro coche y miraba, creo, lo que yo no podía entender ni saber qué demonios pasaba… Ya en ese momento no pensaba yo ni sabía que hacía, lo único fue que me parecía estar como en la mitad de un sueño y me dejé vencer por la somnolencia aquella que me volvió a invadir y mientras se me iban cerrando los ojos vi que el güey que manejaba ese otro carro no era otro que yo mismo que también, a su vez, veía lo que pasaba abriendo muy grandes los ojos y se le notaba en su cara (mi cara o la de él o la de quién sabe quién) un susto tan grande que mejor cerró los ojos para escaparse de lo que estaba presenciando.
            ¿Para qué me pongo a pensar que si fue verdad lo que nos aconteció? No me va a alcanzar ni el juicio ni me dan ganas de aturrullarme la cabeza y  nada más pensarlo me empieza a invadir otra vez ese como vahído que sentí aquel día. Mejor ni seguir la pista de ese embuste o lo que fuese que vivimos. El caso es que cuando ya todo pasó, estábamos debajo de un puente al que llegamos no sé como. No le dije nada a Rubalcava ni él me dijo nada a mí. Qué otra cosa íbamos a hacer si nos sabíamos, ni él ni yo, ni siquiera que pensábamos y estábamos tan espantados que creíamos que no nos escapábamos de un torzón tal que la boca se nos iba a quedar torcida y estreñida y vuelta a un lado y dislocada y chueca como los rayones que hacen los niños pequeños en sus cuadernos. Ya mejor olvidarse de eso, al fin y al cabo, lo más seguro es que nunca pasó.